En estas mini-vacaciones navideñas que estoy viviendo, en las que aprovecho para no hacer nada y levantarme tarde, pude ver el la TV una noticia que me conmovió.
Era la historia de un hombre de mediana edad que, como tantos otros españoles, había perdido su casa por impago y se vió forzado a vivir, literalmente, debajo de un puente.
Pues bien, la Junta de Andalucía, lugar donde "reside" el buen hombre, vió con malos ojos aquel asentamiento ilegal y decidió derribar su improvisada chabola.
El pobre hombre se sentía desesperado e indignado con los políticos, que preferían dejarlo a la intemperie antes de aceptar un daño estético de aquel calibre.
Y entonces, en plena denuncia televisiva, sucedió el "milagro". Una anciana llamó al programa de la TV donde se estaba emitiendo la noticia para ofrecerle su casa. Se sentía sola, afirmó. Al parecer tiene una hija de cuarenta años que desde que se separó de su marido, vive sumida en una depresión y ambas intentan seguir adelante.
Pero su madre, la "benefactora" en cuestión dice que no se siente con fuerzas para tirar con el carro sola, que necesita compañía, "alguien que le acompañe a la compra", según sus propias palabras, ya que su hija no está en condiciones de hacerlo.
Estaba viendo la TV y al ver la historia de nuestro desgraciado protagonista, se apiadó de él. "Pobrecito, ¡cómo lo van a dejar en la calle!". Desde hoy comparten piso. Y vida.
Es una historia de verdadera solidaridad. De "caridad" bien entendida. Sin necesidad de bancos, ni préstamos que te acribillen a intereses. Solidaridad humana, para con los semejantes. Y es que, al igual que somos capaces de cometer las mayores atrocidades del reino animal, también, cuando queremos, somos capaces de realizar los más nobles actos.