"La moderación asesina el espíritu".
Esta es una de las decenas de frases con las que los estudiantes de Bellas Artes decoraron hace unos años los bancos de la "illa das esculturas" de Pontevedra.
Al leerla, inmediatamente me vino a la cabeza la imagen de Luciano Pavarotti, un genio de la música, un monstruo del bel canto. Un divo total..., amante de los carísimos pañuelos Hermès y definido por quienes le conocieron como un ser caprichoso, con un apetito voraz, comprador compulsivo, generoso, supersticioso, excéntrico, extravagante, infiel...
Excesivo en todos los aspectos de su vida y en cada uno de sus matices (tanto positivos como negativos).
Un niño de clase pobre poseedor de un magnífico don que mostró en su adolescencia al mundo. Un músico rodeado de una leyenda que asegura que no poseía conocimientos de solfeo y que cantaba "de oído". Y de corazón. Y de estómago. Y de intestinos.
Yo tuve la inmensa suerte de poder verle en directo una vez y me resultaría imposible describir las sensaciones que me produjo. Los vellos se erizaban y si conseguías distraer por un momento tu atención de su enorme y magnética figura y cerrar los ojos, sin duda creerías haber llegado al mismo cielo.
La casualidad quiso que hace tres años me despertase el día de mi cumpleaños con la triste noticia de su fallecimiento.
Nunca nadie interpretó el Nessun Dorma como Pavarotti. Bravo tenore!
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Hace 10 años
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