Hubo una vez una joven india llamada Kisa (“flaca”) Gotami.
Venía de una familia pobre que muy poco podría ofrecer como dote a un posible esposo. No obstante, encontró marido y él la llevó a vivir con su familia, la cual miraba a la mujer con desdén debido a la escasa dote que aportó.
Su familia política la trataba con severidad y la hacía trabajar demasiado, como si fuera una sirvienta sin salario.
Con el tiempo tuvo un hijo y su vida cambió. El niño le trajo nuevas alegrías y, de pronto, los parientes de su marido empezaron a tratarla con más respeto.
Lamentablemente, el niño se enfermó cuando era pequeño. Poco a poco se fue agravando y Kisa Gotami vió con desesperación cómo se le escapaba la vida. Murió a pesar de todos los esfuerzos de ella.
Fue tanto su pesar que se puso histérica y se negaba a creer que había muerto. Se aferró al cuerpo del bebé y no dejaba que nadie se lo quitara. Sujetándolo con toda su fuerza recorrió la aldea entera, rogando a la gente que le diera una medicina para curarlo.
Algunos se burlaban de ella, mientras que otros se asombraban o se quedaban perplejos. No faltó quien trató de razonar con ella y le ofreció su amabilidad, buscando consolarla. Procuraron hacer que aceptara la muerte de su hijo, pero no les hacía caso. Lo único que quería era una medicina que mejorara la salud de su hijo. Por fin, alguien le sugirió que fuera a ver al Buda. Tenía la fama de estar dotado de toda clase de poderes y muy posiblemente él podría ayudarle.
Con nuevas esperanzas corrió a buscarlo. Sucia y llorosa, al fin, se encontró ante su presencia. De un modo histérico le suplicó que le diera una medicina para su hijo.
El Buda miró con dulzura a Kisa Gotami y al difunto hijo que traía en sus brazos.
-“Sí”, le dijo, “puedo ayudarte, pero para hacer la medicina necesito que me traigas algo. Necesitamos una semilla de mostaza”.
Fascinada, Kisa Gotami estaba a punto de correr a buscarla. En cualquier casa de la India había una vasija en la cocina donde se guardaban semillas de mostaza. Pronto tendría la medicina para su hijo.
-“Sólo que hay una condición”, siguió diciendo el Buda. “La semilla debe venir de un hogar donde nadie haya muerto”.
Sin pensarlo más, la joven se puso en marcha llena de esperanza.
Llamó en la primera casa que se encontró y preguntó si le podían regalar una semilla de mostaza. La mujer que le abrió estaba dispuesta a ayudarle con gusto. Entonces, Kisa Gotami recordó las palabras del Buda y le preguntó a la señora:
-“¿Entre las personas que han habitado en esta casa ha muerto alguien ya?”
-“Apenas el mes pasado murió mi abuelo. Por favor, no traiga a mi memoria tan triste recuerdo”.
De ese modo, Kisa Gotami anduvo de casa en casa y en todas partes encontró a personas que querían ayudarla con la mejor voluntad, pero siempre escuchó la misma historia. Aquí una esposa, allá un marido, un hermano o una hermana, una madre o un padre, un hijo o una hija. No había una casa que no estuviera familiarizada con la muerte.
-“Pocos son los que quedan vivos; muchos los que ya se han ido. No reavive nuestras congojas”. Así le dijeron una y otra vez.
Lentamente, Kisa Gotami se fué dando cuenta que a todos los visita la muerte y que ella no era la única que lamentaba una pérdida. Calmada y sobria, miró a la criatura que traía en los brazos y terminó por aceptar que la vida había abandonado su cuerpo. Lo llevó al terreno de cremación, se despidió de él y regresó a buscar al Buda.
El Buda le dió la bienvenida y le preguntó si había conseguido la semilla de mostaza que se requería para hacer la medicina.
-“Cumplí con la misión de buscar esa semilla de mostaza”, dijo ella. Luego le pidió que la aceptara como discípula y que le diera la ordenación, pues quería ser monja.
En cierta ocasión un hombre fue a visitar a un anciano que estaba considerado como un maestro iluminado…
Llevaba la intención de poder ser discípulo suyo y aprender de su conocimiento.
Cuando llegó a su presencia, manifestó sus intenciones pero no pudo evitar dejar constancia de su experiencia en la búsqueda y de sus logros.
En un momento de la visita, el maestro lo invitó a una taza de té. Cuando la humeante tetera llegó a la mesa, el anciano empezó a servir la infusión sobre la taza de su invitado.
Inmediatamente la taza comenzó a rebosar, pero el maestro continuaba vertiendo té impasiblemente, de tal modo que el líquido alcanzó el suelo.
-¿Qué haces?- clamó el hombre-¿No ves que la taza está ya llena?
-Ilustro esta situación- contestó el maestro- tú, al igual que la taza, estás lleno de tus propias creencias y opiniones ¿De qué serviría que yo tratara de enseñarte nada si antes no te vacías?
Solemos mostrarnos como el hombre de esta historia zen.Afirmamos que queremos aprender, pero no es verdad. Normalmente buscamos personas que nos confirmen que nuestro conocimiento es el “auténtico”, y si sus opiniones no coinciden con las nuestras, las tachamos de falsas, erróneas o incompletas. Resulta muy difícil "vaciarse". Cuesta aprender a aprender.
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