lunes, 10 de mayo de 2010


Trabajo como educadora en un centro de menores y cuando la gente me pregunta a qué me dedico y se lo cuento, normalmente reacciona haciendo dos reflexiones indivisibles: "Qué bonito y a la vez, qué duro, no?".
Y tienen razón. Es muy bonito, porque resulta gratificante trabajar con personas y participar en cierta manera en sus vidas (lo cual me parece todo un privilegio).
Pero sobre todo, es muy duro. Duro porque ves los porcentajes de éxito que alcanzas (uno de cada 50 tendrá un futuro mejor, o al menos diferente del de sus padres), duro por las experiencias que traen consigo estos menores y duro también porque ves cómo estos niños y niñas aprenden desde bien temprano que no pueden confiar en nadie y se vuelven egoístas y materialistas en sus relaciones. El "te quiero porque tú me demuestras cariño", se transforma en "te quiero en función de lo que puedas ofrecerme".
Sé que es una afirmación dura, y por supuesto no siempre es cierta. Pero sí lo he visto en más casos de los que hubiese querido.
En medio de estas "crisis profesionales", te aconsejan que desconectes, que inviertas tus energías en esas ocho horas diarias y que después rompas el cordón umbilical que te ata al centro. Pero cuesta. Cuesta obviar que a menudo tus esfuerzos caen en saco roto.
Y cuando ves cómo se comportan niños y niñas que tuviste en el centro una vez que salen, se te cae el alma a los pies.
Al final, te rindes a dos verdades incómodas pero certeras como una flecha en el arco del mejor tirador: el sistema falla. El sistema judicial y los diferentes estamentos que intervienen para garantizar el "bienestar integral del menor" son tóxicos y fallan.
Fallan porque viven en un mundo utópico, lejos de la realidad. Y fallan además por hipócritas. Porque el único bienestar que quieren garantizar es el de los ciudadanos que pueden ejercer su derecho a voto. No quieren que estos vean la realidad que se encierra tras los muros de los centros. Las miserias humanas. Mejor dicho, las "consecuecias" de las miserias humanas encarnadas en niños por los que nadie se preocupa hasta que alcancen la mayoría de edad y puedan opinar.
La otra realidad que hay que afrontar es que la genética manda. Por mucho que algunos expertos traten de minimizar o incluso de obviar la influencia que tiene la biología sobre la personalidad de los menores, lo cierto es que "la cabra acaba tirando al monte", y salvo que trabajes con niños totalmente asépticos, libres de influencias externas, en un "Summerhill" ideal, la realidad es que tras años de permanencia en centros, en contacto con educadores a los que se nos presupone, (a veces sin merecerlo), una buena catadura moral que pueda servir de ejemplo, acabas observando como estos chavales repiten uno a uno todos los errores de sus padres y lo único que te queda es dar gracias a la vida por aquel que se desvía del camino marcado y que acaba sorprendiendote. Y dar gracias además por no haber tenido que vivir ni la mitad de lo que ellos han vivido, por mucho que te quejes de tus padres o de tu propia vida.
Si bien es cierto que lo que no te mata te hace más fuerte, aquí hay historias duras, durísmas, que ningún ser humano se merece vivir.

1 comentario:

  1. Hola guapa, a mí tu trabajo me parece mucho más duro que bonito, además yo tengo una debilidad particular por los niños por lo que no sé si soportaría un trabajo así, seguramente se llevaría mi salud por delante.

    Un beso, ánimo, chiquillas como tú tienen que existir, si no qué iba a ser de ellos chao!!!

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