jueves, 11 de marzo de 2010

RELATOS DE UNA MAÑANA CORRIENTE..


Hoy he tenido una mañana corriente, como las demás. Y a la vez, única e irrepetible. Como todas.
Empezó más temprano de lo habitual debido a mis compromisos no-profesionales. Me tocaba sellar la manida tarjeta del paro que tanto da que hablar en los últimos meses.
Al llegar me esperaba (cómo no!) la consabida cola de gente esperando turno para conseguir el sello con la mayor prontitud posible.

Al entrar en la oficina, tu alma y tu autoestima descienden un par de peldaños. Al contemplar la imagen de tantos hombres y tantas mujeres, licenciados y sin papeles, soportando largas esperas en salas abarrotadas donde el oxigeno llega a excasear y los olores se mezclan con los sentimientos de derrota.

Los funcionarios, malhumorados y desbordados, se olvidan a menudo de dispensar un trato mínimamente amable a los que esperan, lo que sin duda haría un poco más llevadera la situación. Imagino que el estar contínuamente instalados en un lugar impregando de sentimientos tan desoladores y frustrantes, les obliga a deshumanizar los casos, a verlos como un número más del que no quieres conocer la historia. Supervivencia pura.

Y en medio de aquel ambiente triste y gris, sobre la mesa de una de las trabajadoras, lucía la réplica de uno de mis cuadros favoritos, la "Terraza del café de la Place du Forum en Arlés por la noche" de Van Gogh.
Como un guiño en medio de la desolación. Un recordatorio de lo bello que hay en el mundo a pesar de todo. Me acordé de aquella película tan conmovedora, donde un judío tocaba melodías de piano en medio de un campo de concentración, para elevar el ánimo de su familia y de sus compatriotas.
Toca esperar, es inevitable. Toca estar excasos de sitio y permanecer de pié, inmóviles, durante largo rato. Toca contemplar la vergüenza en los ojos de los que sienten que no valen nada si nadie los valora como útiles (es curioso, la vergüenza como la culpa son sentimientos que te agarran por dentro con una facilidad pasmosa).
Pero aquel cuadro era una ventana abierta, una vía de escape. Un medio de trasladarte a un lugar mejor. De recordar buenos tiempos.

Y al salir, decidí tomarme un cafecito para entrar en calor y ponerme en marcha.
Es uno de esos pequeños placeres que la vida ofrece. Sentarse en una cafetería, con un buen café y un vaso de zumo en soledad, mientras ojeas el periódico o aprovechas para leer un buen libro.
A medida que me aproximaba al local de mi elección, la ingesta de vitamina C se iba transformando de apetencia en necesidad vital (como el perro de Paulov, que salivaba con solo imaginarse la comida).

Al llegar, el camarero más amable que nunca ha existido, me explicó con una dulzura y una paciencia que rozaban lo zen, la considerable diferencia económica que existe entre pedirse un desayuno completo y pedir un café doble con zumo.
He de confesar que ya había desayunado en casa y que, sorprendentemente, no me apetecía tomar nada de bollería en aquel momento, pero lo cálido de su explicación me llevó a aceptar la propuesta de acompañar mi pedido con un par de tostadas con mermelada.
Tardó muchísimo en atender la comanda. Tras echarle un vistazo al periódico y doscientas al móvil, empecé a observar a los que me rodeaban para hacer más llevadera la espera.
Eran las 10 de la mañana y en aquel momento la cafetería estaba ocupada por unos policías locales que se apoyaban en la barra y que, mirando al frente, apenas se dirigían la palabra.
Por tres madres que, con sus respectivos retoños dentro de sus cochecitos, ofrecían una imagen realmente curiosa. Como si de una hermandad secreta se tratase, donde el rito de iniciación suponía haber padecido los dolores de parto y la falta de tiempo para si mismas, se reunían en tono de una mesa para que alguien se ocupase por una vez de sus necesidades.
Pero sin duda, lo que más captó mi atención fué la pareja que se sentaba a mi lado. Ella era una mujer madura que se desvivía por agradar a su acompañante. Acariciaba constantemente su pelo y lo miraba embelesada, como queriendo aferrarse a él para siempre. Era una manifestación de amor o de necesidad de afecto excesiva para aquella hora tan vespertina.
Él, de edad similar, ofrecía la imagen de un tipo duro, egoísta. Un niño grande que sabe lo que quiere y que se deja hacer, pero que no está dispuesto a encadenarse a nadie.
Sentí un poco de lástima por ella. Como si de una intuición se tratase, podía adivinar el daño que le causaría un mal final para su historia. No podría explicarlo, porque no los conocía, pero fué una punzada en el estómago. Tal vez porque lo he visto antes o tal vez porque yo misma lo he vivido. Pero, qué demonios, hoy son felices y al final es lo que cuenta, no?

Por fin llegaron mi café y mi zumo y estaban taan buenos como yo esperaba.

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