Al poco y a lo lejos vió que, por la playa, del sur hacia Puerto Viejo, venía caminando alguien. Cargaba una plancha de surf y parecía joven. Según se acercaba, lentamente, a Ariadna se le quedaban pegados los ojos a su forma, cada vez más nítida, cada vez más bella. Y su figura atraía, ocupaba los espacios, parecía surgir de la naturaleza. Algo mágico, especial, hacía que se callaran los pájaros, que se silenciara la selva. Tendría veintipocos años, era mulato y una cabellera rasta le caía rozándole los hombros. El pelo rubio y el cuerpo fuerte, musculoso y ágil tenía un atractivo irresistible.
Venía mirándolas y, cuando llegó a su altura, se paró en la orilla. La corta distancia permitía distinguir su carnosa boca y sus ojos verdes, grandes, expresivos y, como todos sus gestos, libres. Ariadna, intimidada, subía y bajaba la mirada sin saber dónde detenerse, pues cualquier lugar le hacía sentirse descubierta.
El joven la saludó con un hey y preguntó:
-¿Pura Vida?
Sin esperar demasiado una respuesta, en vista del visible aturdimiento de las dos amigas, dijo:
-Nos veremos luego en el pueblo, ok? Y bienvenidas.
Se despidió con la mano y con otro, esta vez afirmativo, Pure Life! See you later!
Ariadna se quedó callada, la boca entreabierta, mirando descarada el caminar rítmico que alejaba a aquella aparición de carne y hueso. Y parecía que el paisaje se abria para dejarle paso, que todo a su alrededor se movía en función de su ritmo, y atraía. Las pocas palabras habían dejado su voz de tonos graves y dulzura tranquila, pegada en los rincones de los oídos de Ariadna. Y ya lejos su cuerpo, perduraban su sonrisa y su mirada en las retinas de Ariadna.
También Virginia se había quedado en silencio, mirando al horizonte, hipnotizada.
-¿Lo has visto bien? -acertó a preguntar Ariadna al rato, incrédula-. ¿Estoy loca o era el hombre más guapo que has visto en tu vida?
Virginia empezó a reír asintiendo, mientras Ariadna se tiraba al agua y empezaba a mojarse la cara, como para despertar de un sueño, y a pellizcarse las mejillas con gestos de sorpresa.
Ariadna se quedó en silencio por un rato. Su cabeza daba vueltas y su corazón latía. La belleza de aquella aparición trascendía la de sus formas perfectas. Había ocupado todos los espacios y dejado como una estela duradera en un aire que sentía su ausencia.
"Es el erotismo vivo, es la atracción pura, es perfecto y poderoso, es la encarnación de esta costa con todo su misterio. Mierda, a lo mejor no lo volvemos a ver", pensaba una Ariadna confundida, excitada y ansiosa.
-¿Qué te ha parecido el monstruo? -logró preguntar Ariadna tras un largo meditar solitario-. ¿Crees que lo encontraremos otra vez?
-Que sí, tonta, -le decía Virginia entre carcajadas-. Lo verás cada día en Standford y en el pueblo.
-¡Vamos al pueblo ya! ¡Se me ha desatado un hambre incontenible! -bromeaba Ariadna.
Y de pronto, mientras caminaban de vuelta al hotel, los pies sobre la arena caliente y blanca, el sol enorme y cayendo, tuvo la certeza de que no se iría de aquel país, de que no quería volver a sus rutinas, de que no quería más seguridades que la de volver a ver a esa aparición decisiva, sensual y mágica. Porque acababa de decidir que se quedaría. Que apostaba por la vida y por sus riesgos, por no dar nunca marcha atrás, por seguir preparada y disponible para lo que quisiera un destino cargado de emociones.
Y sintió un escalofrío. Y una sensación de libertad, porque allí, en aquel momento, se acabaron sus dudas.
Iba a sentir la pura vida. Y a jugársela por ella.
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